DEPARTAMENTO DE PREHISTORIA
FACULTAD DE GEOGRAFÍA E HISTORIA
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
EL ORIGEN DE LOS MASTINES IBÉRICOS
LA TRASHUMANCIA ENTRE LOS PUEBLOS PRERROMANOS DE
LA MESETA
Luis Gerardo Vega Toscano, M.ª Luisa Cerdeño
Serrano , Belén Córdoba de Oya
Departamento de Prehistoria, Facultad de
Geografía e Historia.
Universidad Complutense. 28040 Madrid.
RESUMEN. - La existencia de una verdadera
trashumancia entre las sociedades peninsulares anteriores a La Mesta ha sido
objeto de viva polémica en numerosas ocasiones. En este trabajo se evalúa desde
un punto de vista funcional la aparición de perros macromorfos, de tipo mastín,
en el registró arqueofaunístico de los pueblos prerromanos meseteños. Dicho
análisis permite ordenar otras evidencias, tanto faunísticas como
arqueológicas, en un modelo socioeconómico de dichos pueblos, especialmente de
los celtiberos, en el que la movilidad estacional del ganado a grandes
distancias tuvo un papel relevante.
ABSTRACT. - The
existence of a true transhumance in Spain before the medieval age has focused
scientifical controversies for many years. In this paper the emergence of
hypermetrical dogs (mastff-like ones) in the archaeofaunistical record of the
prerroman societies of the Meseta, is evaluated from a functional point of
view. This analysis allows to arrange the archaeological and paleontological
evidence in a socioeconomic model of these populations, specially the
celtiberians, in which the transhumance seems to have been essential.
PALABRAS CLAVE: Trashumancia, Perros
macromorfos, Edad del Hierro, Península ibérica.
KEY WORDS: Transhumance,
Hypermetricaí dogs, Iron Age, Iberian Peninsula.
1. INTRODUCCIÓN
En términos generales, no existe ningún animal
doméstico, con la posible excepción del conejo, que haya dado lugar en época
histórica a una diversidad racial tan grande como el perro. El origen de esta
diversidad, que conlleva diferencias morfológicas tan acusadas como las que
separan a un Chihuahua de un San Bernardo, ha sido objeto de numerosas
publicaciones en otros países europeos (Clutton-Brock 1984; Burleigh et alii
1977; Degerbsl,1961; Harcourt 1974), preocupados sobre todo por determinar la
antigüedad a la que se remontan realmente sus razas nacionales más
emblemáticas. No es este el caso de nuestro país, donde carecemos de estudios
arqueozoológicos serios sobre este cánido. Esto se debe en parte al socorrido
atraso socio económico hispano, que no ha favorecido hasta fechas recientes una
verdadera proliferación de la investigación científica, pero también está
causado por motivos históricos: la misma palabra 'perro', aunque de origen
incierto (Lujan 1995: 244), es usada desde finales de la Edad Media con un
significado claramente despectivo tal vez debido a la prolongada influencia
musulmana en gran parte de nuestro territorio. Incluso ahora que empezamos a
contar cada vez con más estudios sobre faunas procedentes de yacimientos
arqueológicos, especialmente prehistóricos y protohistóricos, los cánidos
domésticos no son objeto de ninguna atención especial ya que sus restos son
poco numerosos y carecen, a los ojos de los investigadores, de interés
explicativo a la hora de reconstruir la economía de los pueblos del pasado.
Sin embargo, la Península Ibérica es un ámbito
geográfico muy específico, aislado en parte del resto del continente, en cuyo
interior se han fijado numerosos tipos de perros cuya especialización ha ido
íntimamente ligada a una funcionalidad estricta. Examinar este proceso es, por
lo tanto, una valiosa fuente para obtener información sobre dichas actividades
e indirectamente, para comprender las condiciones socioeconómicas que las
generaron.
De entre todas las razas ibéricas, es el grupo
de los mastines sin duda uno de los más populares. Hoy en día, al menos
reconocidos oficialmente por la Real Sociedad Canina de España y la Federación
Cinológica Internacional, está formado por dos variedades, distinguibles sobre
todo por el manto: el denominado Mastín Español, que realmente se ha
reconstruido a base de ejemplares leoneses, y el Mastín de los Pirineos, de
origen esencialmente altoaragonés. A ellos habría que añadir los portugueses
Cao da Serra da Estrela, Cao do Castro Laboreiro y el Rafeiro alemtejano, cuyo
morfotipo y función son similares. Se trata de perros de gran alzada (más de 70
cm. a la cruz), hipermétricos, masivos y cuyo carácter está seleccionado con un
único objetivo: guardar el ganado lanar que no pernocta estabulado. Su origen
histórico está ligado en nuestra península al fenómeno de la trashumancia
medieval, tanto a la regulada por el Honrado Concejo de la Mesta
castellanoleonesa como a sus equivalentes, más informales, del reino de Aragón.
El primer caso y su peso específico en la economía española desde el siglo XIII
hasta el presente -la Mesta se disolvió oficialmente en 1836, pero la marcha a
estremos del ganado, sobre todo lanar, continúa hasta hoy en día, aunque ya no
utiliza la red de cañadas reales sino el ferrocarril- ha sido objeto de
numerosos estudios bien conocidos (Klein 1920; García Martín 1990), en todos
los cuales se resalta el papel de los mastines:
En la custodia del ganado los pastores se
apoyaban en varios perros mastines, eficaces guardianes contra alimañas y
ladrones que poblaron los romances de carlancas y lobas pardas. En
reconocimiento a su auxilio laboral, complementado por pequeños careas, los
mesteños tomaron buena cuenta para la conservación de esta raza canina. De
forma que, aparte de mimar la crianza, se multaba con pena de cinco carneros el
hurto de mastín, era obligatorio devolver todo el que se hallase extraviado y
darles la misma ración de pan que a los pastores. (García Martin 1990: 48).
Como se desprende de este tipo de documentos, la
crianza de perros de gran tamaño en el mundo rural representa un costo en la
manutención de dichos animales que solo se justifica por su absoluta necesidad
en el entramado económico del que forma parte la trashumancia hispánica. Dado
que este razonamiento supone considerar el binomio mastines-trashumancia casi
como una tautología, hecho avalado en otros casos en los que la trashumancia se
documenta históricamente en Italia, Grecia, los Balcanes o Turquía, a veces
desde época clásica (Hodkinson 1988; Gómez Pantoja. e.p.; Gabba 1988), y a los
que se asocian siempre perros actuales de este tipo, podríamos considerar que
el objetivo de nuestra contribución es esencialmente único puesto que
pretendemos discutir la existencia de dicho binomio entre los pueblos
prerromanos de la Meseta española, especialmente entre los celtíberos. Teniendo
en cuenta. sin embargo. el significado polivalente que puede tener la aparición
de perros hipermetricos en el registro arqueofaunistico ibérico, tal y como se
discutirá más adelante y la complejidad económica que implica el hecho de la
trashumancia, que no puede presuponerse sin argumentos convincentes en ningún
pueblo protohistórico, la consecución de dicho objetivo obliga a examinar de
modo independiente tanto las evidencias arqueológicas como las culturales, de
naturaleza arqueológica en sentido amplio, con vistas a evaluar la viabilidad
de dicho modelo entendido aquí más como, simplificación útil de una realidad
compleja (Aracil 1983:43; Hanson 1977: 60-63) que como sinónimo de teoría- para
dichas sociedades meseteñas de la Edad del Hierro.
2. LA SITUACIÓN PROBLEMÁTICA INICIAL
Los mastines pertenecen técnicamente al grupo de
perros denominados molosoides, perros de gran talla y potencia en cuya
evolución existen una serie de t ó p i c o s, repetidos en la literatura de
divulgación (Esquiró 1983; Malo 1983), que no cuentan en muchos casos con
ninguna prueba convincente. Según estos, el nombre del grupo procedería bien de
Molosia, antigua ciudad epirota, bien del perro de la hija de Pirro, rey del
Epiro, conocido a través de una escultura similar en tamaño y aspecto a otros
cánidos empleados para la guerra y la caza mayor por las anteriores
civilizaciones de Próximo Oriente, según la iconografía asiria o babilonia
(Clutton-Brock 1987; Petter 1973). Incomprensible de todo punto resulta la
divulgada opinión de que su origen más remoto se remonta al Mastín del Tibet,
descrito por Marco Polo en términos muy exagerados, toda vez que la observación
del viajero veneciano se hace aproximadamente el mismo año en que se funda La
Mesta y, por tanto, ya hay mastines en la Península, sin que existan, en las
obras de divulgación, pruebas adicionales arqueológicas o paleontológicas sobre
la mayor antigüedad del moloso asiático. En cualquier caso, como se conjetura
que su origen es oriental, está muy extendida la opinión de que su llegada a
nuestro territorio es obra de los fenicios a través de Gadir y sus demás
colonias factorías de la costa meridional ibérica, nuevamente sin argumentos
que prueben dicha conjetura.
En realidad, rastrear el origen de los mastines
ibéricos antes de 1273, fecha de fundación de la Mesta, no resulta sencillo,
sobre todo porque las limitaciones de la mayor parte de las excavaciones
realizadas en la Península en yacimientos históricos tanto medievales como
romanos, no han permitido en ningún estudio arqueofaunistico de importancia, en
marcado contraste con el panorama ofrecido por otros países europeos en los que
precisamente algunos de los esqueletos más completos de perro que se han
estudiado proceden de yacimientos de estas épocas (Bökönyi 1974; Harcourt 1974;
Davis 1989). Ahora bien, dada la vinculación de los mastines ibéricos con los
desplazamientos del ganado trashumante, es evidente que su existencia puede
retrotraerse sin dificultad a comienzos de la Edad Media, ya que la legislación
sobre la Mesta de Alfonso X solo recoge y amplía disposiciones que ya existían
en la Lex Visígothorum y que regulan el derecho de paso de los rebaños que se
desplazan por la península (García Martín 1990: 33). Como a su vez la
legislación goda no es sino un trasunto del derecho romano vulgar, la
importancia de la trashumancia en la península durante el Imperio Romano puede
considerarse segura, como ya han discutido otros autores (Gómez-Pantoja 1995,
e.p.). Esto situaría teóricamente la presencia de los mastines en dicha época,
lo que corroboraría la opinión de la mayor parte de los investigadores de que
una cría orientada hacia la diferenciación racial de los perros en Europa solo
existe a partir de la romanización (Davis 1989), puesto que además los romanos
adoptaron variedades de perros de todos sus territorios y posteriormente las
difundieron y mezclaron para formar los principales troncos raciales hoy
conocidos, desde los pequeños perros de compañía hasta los grandes de pelea y
guarda. Las condiciones socioeconómicas que permiten el binomio
mastines-trashumancia solo se darían por tanto a partir de la Hispania romana.
Sin embargo, a priori existen argumentos que permiten sospechar que dichas
condiciones pudieron darse con anterioridad:
(1) Hay evidencias convincentes de que algunas
variedades raciales de perros pueden haberse formado en Europa y Próximo
Oriente antes de la romanización. Perros de caza de tipo lebrel (greyhound) se
conocen tanto a través de la iconografía del antiguo Egipto (Cíotton-Brock
1987: 44) como, tal vez, de los pueblos célticos de la Edad del Hierro. En el
oppidum prerromano de Manching se ha detectado incluso una selección deliberada
de perros enanos (Boessneck 1961: 387), por no hablar de los posibles
molosoides presentes en los relieves asirios citados anteriormente.
(2) Si tenemos en cuenta que la romanización en
la Península no consiguió hacer desaparecer totalmente la mayoría de las
instituciones, costumbres y actividades de los pueblos indígenas, hay que
suponer que gran número de las documentadas después de la conquista tuvieron
sus orígenes en momentos anteriores como sucede en Italia y Grecia, y no se
entenderían bien si no fuera porque tenían un precedente anterior con fuerte
arraigo tradicional. Precisamente la trashumancia es una de las prácticas que
más se han barajado a lo largo de toda la Prehistoria ibérica para explicar
desde la distribución de las tumbas megalíticas (Higgs 1976) hasta la aparición
de cerámicas de tipo Cogotas en yacimientos andaluces (Molina y Pareja 1975;
Molina 1978), aunque hay que reconocer que dichas hipótesis, carentes de
argumentos sólidos, han sido objeto de críticas más o menos fundadas (Chapman
1979; Davidson 1980; Delibes et alii 1995: 53-55; Walker 1983).
La dificultad esencial que se encuentra a la
hora de abordar el problema aquí propuesto no es, por tanto, el hallazgo de
perros hipermétricos entre las poblaciones prerromanas de la Meseta, sino
argumentar convincentemente lo que otros autores han conjeturado sin más
(Almagro Gorbea 1994: 21) y es que la trashumancia jugó un papel, si no
esencial, sí importante en la economía de dichos pueblos. Como ya se ha
señalado incluso para época romana (Gómez Pantoja, e.p.), dicha empresa
tropieza con tres problemas básicos:
a) La inutilidad de las fuentes escritas contemporáneas para encontrar detalles sobre las actividades
ganaderas, dado que son muy escuetas y a veces incluso contradictorias en sus
descripciones de los pueblos prerromanos peninsulares. Para los autores
clásicos, interesados sobre todo en resaltar la diferencia entre los conceptos
de 'civilización' y 'barbarie'; lo primero se identifica siempre con el
sedentarismo y la agricultura y lo segundo con una amalgama de vida montaraz,
bandidaje y pastoreo -recuérdese la descripción de Viriato como homo pastoralis
et latro, según Orosio - que justificaba las intervenciones militares de Roma.
Esta imagen de los pastores que se desplazan con sus rebaños lejos de sus
lugares de origen, percibida como marginalidad social, se mantiene incluso
hasta la época de la Mesta (García Martín 1990).
b) La opacidad arqueológica de la trashumancia, derivada tanto de lo perecedero de los
materiales típicos del ajuar pastoril colodras y cantimploras de cuerna de
bóvido, tarteras de corcho, platos y cucharas de madera. odres de piel...
(García Medina 1987)- como de la ausencia o provisionalidad de las estructuras
de sus campamentos de paso. En consecuencia, dicha actividad deja pocas trazas
que puedan ser interpretadas arqueológicamente. Generalizando esta situación a
todas las sociedades pastoriles, el inconveniente mayor al que se enfrenta su
identificación arqueológica es que. a causa de su propensión a intercambiar los
productos derivados del ganado (pieles. lana, carne...) por elementos metálicos
de prestigio (armas, adornos...) o manufacturas más o menos duraderas
(herramientas), es muy frecuente que dichas sociedades ofrezcan un registro
arqueológico dominado por artefactos típicos de otras culturas (Orme 1981:
263).
c) La dificultad de precisar las implicaciones socioeconómicas del
concepto en si mismo de trashumancia. Si simplificamos un poco el amplio espectro de formas de
ganadería que ofrece la Etnología (Forde 1966; Herskovits 1974) y la Historia
económica (García Martín 1990: 24-27) se podrían distinguir las siguientes
modalidades, cuyo condicionante último es el medio físico (clima y orografía):
(i) La ganadería estante, que es la típica de la explotación campesina. Se trataría en
realidad de un complemento de la agricultura dominante y se caracterizaría por
un amplio espectro de especies, desde las aves de corral hasta el ganado
vacuno, pero un corto número de cabezas. Dicha modalidad no precisa de
desplazamientos en busca de pastos, dado que los animales pueden alimentarse de
subproductos vegetales y forrajeras cultivadas ad hoc.
(ii) La ganadería nómada, que sería el polo opuesto a la anterior. En este caso lo dominante
es la ganadería y la agricultura o es inexistente o se trata de una actividad
muy marginal. Estas poblaciones se desplazan mucho en busca de pastos y su
cabaña suele estar dominada por una sola especie, normalmente vacas, caballos,
yaks o renos, complementada por pequeños efectivos de otros animales
secundarios (cabras y ovejas). La vivienda suele ser provision~ y estas
sociedades normalmente viven en simbiosis con culturas agrícolas.
(iii) La transterminancia, o trashumancia de corto recorrido, que consiste sobre todo en
mover el ganado en sentido vertical (vaIle-montaña) en busca de los mejores
pastos de cada estación. Existen numerosas modalidades socioeconómicas en las
que se practica este tipo de ganadería, muchas de ellas intermedias entre los dos
tipos primarios citados anteriormente, pero la mayor parte de la
trasterminancia básica es practicada por sociedades campesinas en las que. el
ganado juega un papel importante y de las que se podrían encontrar incluso
ejemplos prehistóricos peninsulares: se han detectado desplazamientos estivales
de rebaños pequeños de ovicaprinos desde las zonas bajas del Sureste español
hacia la Sierra del Segura, según los análisis paleo-botánicos preliminares
(Vega Toscano 1993), en el Neolítico del abrigo del Molino del Vadico (Yeste,
Albacete), que está siendo investigado por dos de nosotros (L.G.V.T. y B.C.O.),
al igual que los 'verracos' del valle del Amblés (Ávila) podrían interpretarse
como delimitadores entre los vettones de pastos de verano de ganado vacuno transterminante
(Álvarez-Sanchis 1990), tal y como se discutirá posteriormente.
(iv) La gran trashumancia regional, en la que los rebaños se desplazan estacionalmenté a territorios
muy alejados de su zona de origen. En casos extremos, su distinción del tipo
anterior es delicada, puesto que la movilidad de los rebaños no está sujeta a
distancias discretizables a nivel matemático. Lo que sí puede afirmarse de la
trashumancia es que implica movimientos de grandes cantidades de ganado para
ser rentable, sobre todo lanar, y que esto supone una serie de condiciones
socioeconómicas complejas: necesidad de gran número de pastores para su
conducción y guarda, seguridad en el tránsito por las cañadas, ganadería
orientada hacia la obtención de lana y no de carne... Por eso se ha sugerido en
numerosas ocasiones que las condiciones mercantiles y políticas que posibilitan
dicho tipo de ganadería solo podrían cristalizar, como mucho, a partir de la
dominación romana y no antes, puesto que la fragmentación étnica de la Península
en la Edad del Hierro y el bajo grado de desarrollo socioeconómico de dichos
grupos imposibilitaban una trashumancia verdadera (Caro Baroja 1975:157).
Ante este tipo de problemas, resulta
sorprendente que los investigadores no hayan dedicado una atención especial al
análisis detallado de los restos de perro procedentes de los yacimientos
protohistóricos, dado que pueden ofrecer argumentos de peso a la hora de
distinguir entre diferentes tipos de pastoreo. Aunque los típicos perros de
pastor mesomorfos (careas) pueden ser difíciles de distinguir a nivel de razas
o grupos morfológicos, y además podrían ser característicos de cualquier
modalidad de ganadería de las arriba citadas, no es este el caso de los
mastines, cuya función está vinculada a una circunstancia precisa: guardar el
ganado que no pernocta en rediles. Esto implica su asociación a unas
condiciones ganaderas muy específicas:
(1) Los animales que forman los rebaños deben
ser presas fáciles para los mayores depredadores holocenos de la región holártica
(especialmente los lobos). Este es el caso sobre todo de los ovicaprinos,
puesto que el ganado vacuno o el caballar solo son sensibles a ataques
nocturnos de envergadura en época de cría, y aún así la captura de los
recentales exige tácticas de persecución y acoso prolongado por parte de los
depredadores que son fácilmente abortables por los pastores.
(2) Los animales deben estar lejos de su lugar
de origen, puesto que de Otro modo siempre dispondrían de un redil permanente,
a veces incluso formando parte integral del hábitat humano
(3) Su número debe ser lo suficientemente grande
como para que los pastores no puedan construir apriscos provisionales de
estacas, ramas o espinos con los que protegerlos en las acampadas.
Aunque pueden existir contraejemplos procedentes
de pueblos seminómadas (véase la foto reproducida en Beals y Hoijer 1981: 329),
la presencia de perros especializados solo en la guarda nocturna del ganado
entre las sociedades ágrafas puede considerarse como un buen indicador de
trashumancia o transterminancia, dado que las otras modalidades de ganadería o
no cumplen con las condiciones citadas o no rentabilizan su mantenimiento. Esto
refuerza su papel en el planteamiento del modelo cuya evaluación constituye el
objetivo de este trabajo.
3. LAS EVIDENCIAS ARQUEOFAUNÍSTICAS
Como ya han apuntado otros investigadores, a la
hora de argumentar con evidencias empíricas cualquier hipótesis sobre la
economía de los pueblos prerromanos de la Meseta, la falta de análisis
especializados resulta decisiva. Esto es solo un síntoma de la profunda crisis
que atraviesa la investigación actual de la Protohistoria europea, que parece
polarizada entre los ensayos puramente teóricos -muy repetitivos y en los que
no existe un correlato experimental (empírico) que proporcione algún viso de
interés a dichas propuestas- y las excavaciones arqueológicas tradicionales, a
menudo mediocres desde un punto de vista técnico, que solo buscan muros,
cerámicas o ajuares metálicos. Puede pensarse incluso que no existe una verdadera
investigación científica en estos casos. puesto que la Ciencia se caracteriza
por el planteamiento de problemas concretos "y el impulso de
resolverIos" (Popper 1985: 45), requisitos ausentes en muchas actividades
arqueológicas de esta época. Buena prueba de ello es que, aunque se desconocen
las características más elementales (le la mayor parte de las poblaciones
meseteñas en la Edad del Hierro (economía, demografía, estructuras sociales,
relaciones comerciales...) apenas existen análisis paleoambientales,
geoquímicos o arqueofaunísticos que contribuyan a aclarar estos aspectos.
Los análisis sobre faunas de esta época que se
han publicado hasta ahora, y que son los que nos interesan aquí esencialmente,
se limitan a la descripción de taxones, con algún conteo elemental sobre
efectivos analizados -número de restos (NR) y a veces número mínimo de
individuos (NMI)- y, como mucho, algunas notas acerca del porcentaje de sexos y
edades. A excepción de los valiosísimos trabajos llevados a cabo por el equipo
de A. Morales, del Departamento de Biología de la Universidad Autónoma de
Madrid (desgraciadamente muchos de ellos inéditos), el panorama que se presenta
a los investigadores es desolador: faltan casi por completo los estudios
tafonómicos -tan fundamentales a la hora de contrastar hipótesis que vayan mas
allá del mero conteo, la procedencia estratigráfica de las muestras analizadas
es muchas veces incierta, no existen planos de distribución de las piezas y
apenas se ofrecen tablas con medidas anatómicas. Como ya se ha señalado en
otras ocasiones (Morales y Liesau 1995), incluso en los casos afortunados en
los que se ha cribado todo el sedimento -y que no son la generalidad, ya que en
muchos sondeos realizados en poblados de esta época ni siquiera se ha recogido
la fauna (!)-, el tamaño grueso de la malla empleada y la manipulación
incorrecta de los especimenes han sesgado las muestras (ausencia de microfauna)
y han sobredimensionado los fragmentos inidentificables (fracturas recientes).
Estas limitaciones deben tenerse presentes a la hora de valorar los datos
ofrecidos a continuación.
3.1. Los restos de Canisfamllians macromorfos en
la Edad del Hierro de la Meseta
Según los resultados, todavía preliminares,
obtenidos por uno de los autores (B.C.O.), la evolución del perro en la
Prehistoria española presenta una serie de características idénticas a las que
encontramos en el resto de Europa: disminución drástica del tamaño con respecto
a los agriotipos, acortamiento de la mandíbula y disminución de la dentadura (Tchnernov
y Horwitz 1991; Morey 1992; Altuna 1980). A partir del Calcolítico, que es
cuando los restos comienzan a ser más numerosos, el cánido doméstico. aunque
muy variable, parece oscilar en torno a las formas mesomorfas indiferenciadas
típicas del resto del continente. En Francia, donde se han hecho estudios más
sistemáticos (Meniel 1987: 25-31), el perro de la Edad del Bronce no parece
sujeto a ninguna cría selectiva y su utilización preferente parece haber sido
como fuente de proteínas, siendo su papel similar al del cerdo, con cl que
comparte una dieta omnívora, tal y como lo demuestra la evolución de su
dentición. Se trataría por tanto de una especie comensal en los poblados, que
se alimentaría de desperdicios y sería a su vez consumido, normalmente cuando
todavía es un subadulto. Algunos análisis tafonómicos indican que, al igual que
ocurre hoy en día en diferentes partes del planeta, también se utilizó su piel.
Aunque se suele pensar que estas poblaciones indiferenciadas podían ser
esencialmente polivalentes (Morales y Liesau 1995: 492), un elemento aún por
investigar es si la similitud de alzadas no oculta en realidad la existencia de
dos tipos de canes, al menos en las sociedades en las que la ganadería fuera
importante: una variedad 'paria' orientada hacia el consumo y otra de trabajo,
formada por los antepasados de los actuales perros de pastor.
Como se ha comentado, esta situación parece ser
la misma en toda Europa durante gran parte de la Prehistoria reciente. Por eso
resulta de interés constatar que en la Edad del Hierro de la Meseta, aunque en
pequeño número todavía, empiezan a aparecer evidencias de la existencia de
perros anormalmente grandes (Tabla 1), a la vez que disminuyen porcentualmente
las huellas de su aprovechamiento cárnico. Para su análisis vamos a dividir
dichas evidencias en directas e indirectas.
3.1.1. Evidencias directas
Los ejemplares macromorfos encontrados hasta
ahora en la Edad del Hierro meseteño, en sentido amplio, proceden de los
siguientes yacimientos:
A) EL SOTO DE MEDINILLA (VALLADOLID)
Un resto de pelvis, concretamente "una
porción acetábular isquiática con un corte profundo en la arista superior de la
rama ilíaca" (Liseau 1989: 124) definido por la autora como un resto que
supera ampliamente las medidas del mastín de su colección comparativa. Este
resto pertenece a la excavación de una zona denominada 'El Cenizal" en la
que se constató la existencia de un ambiente de época exclusivamente
vaccea" (Escudero Navarro 1995: 187). A pesar de su interés, creemos que
este resto de cánido no ha sido valorado exhaustivamente pues al comentar de
manera global la presencia de perro en el yacimiento. simplemente se considera
lógica dada la abundante cabaña ganadera que necesitaría de perros pastores, al
igual que se acepta como habitual la participación de estos animales en
actividades cinegéticas (Delibes et alii 1995: 76). Soto de Medinilla es uno de
los yacimientos paradigmáticos de la Edad del Hierro de la Meseta Occidental
pues ha ofrecido una buena secuencia estratigráfica desde el ambiente
"céltico" de las ocupaciones iniciales, durante la I Edad del Hierro,
hasta el momento vacceo de la última ocupación, arqueológicamente denominada
Soto III, durante los últimos siglos antes del cambio de era.
B) CASTILMONTÁN (SOMAÉN, SORIA)
El perro aparece representado por un atlas
encontrado en una estructura de habitación (Casa B, habitación 3)
correspondiente a un ejemplar macromorfo calificado por A. Morales (inédito)
como concordante con una raza de tipo mastín. La autora de la excavación describe
este resto de perro como: "Un perro de gran tamaño similar, quizá a un
mastín de los utilizados para la vigilancia del ganado" (Arlegui 1990:
54). Acerca de la cronología de este resto solo podemos señalar la fecha de
abandono del poblado (siglo I a.C.), obtenida por la aparición de un vasito de
paredes finas, tipo cerámico cuyas formas han sido fechadas desde el último
cuarto del siglo II al primer cuarto del siglo I a.C. (Mayet 1975). Los
aspectos cronológicos y estratigráficos de este yacimiento no son demasiado
precisos, aunque la ocupación representada por las estructuras de habitación
donde apareció el mencionado resto parecen corresponder a momentos ya tardíos
del poblado.
C) CERRO DEL CASTILLO (MONTEALEGRE DE CAMPOS,
VALLADOLID)
La presencia de perro en este yacimiento queda
atestiguada en todas las fases de ocupación, siendo lo más destacable del
conjunto ,"... la recuperación de bastantes coprolitos de canes de gran
tamaño (tipo mastín o equivalente)" (Morales y Liesau 1995: 473). Volvemos
a encontramos con imprecisiones a la hora de situar con exactitud la ubicación
microespacial y estratigráfica de estos restos, a pesar de que se describen
como correspondientes a la fase atribuida al Hierro I. Sin embargo, la posición
en pendiente de los restos arqueológicos y la presencia de una ocupación de la
segunda Edad del Hierro no conocida en profundidad, nos inclina a albergar
dudas sobre su correcta adscripción cronológica.
D) LA HOYA (ÁLAVA)
En la fase celtibérica del yacimiento de La Hoya
se han descrito dos ulnas, un extremo distal de húmero y un extremo distal de
tibia correspondientes a perros de gran tamaño (Altuna 1980: 79), puesto que
superan en todas las medidas a los más grandes del oppidum de Manching.
clasificados como Canis of matris-optimae por Boessneck (1961). La Hoya es uno
de los poblados prerromanos más significativos del Alto valle del Ebro, aunque
muchos de sus datos concretos se desconocen como, por ejemplo, la ubicación
exacta de algunos restos, incluidos los cánidos analizados, que solo se
describen como procedentes de los niveles recientes. Hay que señalar que en La
Hoya se pudieron identificar varios niveles arqueológicos, resultado de un
asentamiento "de carácter indo-europeo" durante la I Edad del Hierro
y sobre ellos otra serie de niveles, debidos a remodelaciones por sucesivos
incendios, correspondientes a la II Edad del Hierro y definidos como
celtibéricos (Llanos 1976: 20), consecuencia de la expansión de estos pueblos
de la Meseta, que en esta zona pudo tener un carácter violento según parecen
indicar los incendios detectados y los cadáveres encontrados en la calle. El
espectacular poblado de época celtibérica muestra un trazado urbano de
retícula, con manzanas cerradas, calles empedradas y viviendas de planta
rectangular adosadas, divididas en tres estancias en algunas de las cuales se
encontraron abundantes pesas de telar que, como se discutirá más adelante,
pueden considerarse prueba de actividad textil a partir de la lana. El poblado
se abandonó hacia la mitad del siglo II a.C. antes de la romanización de la
zona según parece indicar la ausencia casi total de objetos típicos de la
cultura material romana (Llanos 1976.1991).
Como ya se ha dicho, no son muy abundantes las
evidencias directas que existen sobre la presencia indiscutible de perros de
gran talla en los yacimientos prerromanos de la Meseta, pero no debemos olvidar
que en otros muchos se mencionan casi de pasada restos de Canis familiars sin
especificar tamaño o cualquier otra característica que nos permita incluirlos
en la presente discusión hasta que no los hayamos analizado personalmente. Tal
es el caso, por ejemplo, del poblado celtibérico de La Coronilla (Cerdeño y
García 1992>, excavado por uno de los autores (M.L.C.S.). y en los que 105
análisis faunísticos realizados son todavía muy generales (Molero er cilil 199) Sánchez y Cerdeño 1992).
El hecho de que, pese a todas las limitaciones
citadas, se hayan detectado perros de tipos mastín en varios yacimientos
ceItibéricos y vacceos. Puede considerarse como especialmente significativo.
Además, no debe olvidarse que existe un problema de partida a la hora de
reconocer osteológicamente a los perros de gran alzada, en especial en lo que
se refiere al esqueleto postcraneal -siempre que no se trate de animales con
morfologías muy características, como el greyhound- y es que la talla es el
primer criterio diferencial, desde un punto de vista arqueozoológico, para
distinguir entre perros y lobos. Así, ante partes esqueléticas de tallas
anormalmente grandes, como por ejemplo el enorme acetábulo S recuperado en el
UE8 de Medellín (Morales 1994: 131) considerado como de lobo (única cita de
esta especie en todos los niveles de este importante yacimiento), cabe
preguntarse si no estaremos en realidad ante un perro de gran talla. Todo hace
suponer, por tanto, que una revisión a fondo de la totalidad de los restos
recuperados en este periodo, inéditos o no, permitirá ampliar sustancialmente
la muestra aquí discutida.
YACIMIENTO
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RESTO
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PROCEDENCIA
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CRONOLOGÍA (a.C.)
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Soto de Medinilla
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Frag. acetabular isquiático
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B.2
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s. III-II
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Castilmontan
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Atlas
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Casa B (hab.3)
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s. I
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Cerro del Castillo
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Coprolitos
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Hierro I
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?
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La Hoya
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- Extremo distal de húmero
- Dos ulnas
- Extremo distal de tibia
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Niveles celtibéricos
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s. IV - II
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Tabla 1.- Restos de perros macromorfos en poblados de la
Edad del Hierro
|
3.1.2. Evidencias indirectas
Existen otro tipo de evidencias que prueban la
existencia de perros de gran tamaño en los yacimientos meseteños de la Edad del
Hierro, pero todavía son más escasas que los mismos restos anatómicos puesto
que se trata de inferencias obtenidas de los análisis tafonómicos realizados
sobre la totalidad de la fauna, análisis que, como ya se ha comentado, son casi
inexistentes para dicho periodo. El trabajo más minucioso realizado hasta la
fecha, el de C. Liesau en El Soto de Medinilla (Liesau 1989, 1994), ha
revelado, al igual que en otros poblados de esta época (Morales y Liesau 1995),
una altísima proporción de huesos roídos y deglutidos por carnívoros, que solo
pueden interpretarse como resultado de la actuación de los perros del poblado.
De especial interés resulta la aparición, en el nivel celtibérico, de huesos
engullidos y digeridos de fauna grande (falanges de ciervo y vaca), hazaña solo
posible si los cánidos eran de considerable tamaño. Al igual que en el caso
anterior, estudios similares realizados en otros yacimientos aportarán sin duda
más elementos dc juicio a esta exigua muestra.
3.2. La ganadería entre los pueblos prerromanos
de la Meseta
Acerca de la fauna que acompaña los restos de
perro en los yacimientos citados podemos extraer una serie de datos de interés
para la discusión aquí propuesta:
a) Los ovicaprinos son mayoría en todos los
yacimientos en lo que a NMI se refiere y son la cabaña con mayor cantidad de
huellas de manipulación que pueden explicarse como patrones de descarnado y
aprovechamiento cárnico. Esto contrasta tanto con los niveles generalmente más
antiguos de los mismos yacimientos o lo que se conoce de otros sitios de la
Meseta sur (Morales 1994; Berrocal 1992), en los que los ovicaprinos están en
equilibrio con otras cabañas o incluso son superadas en biomasa o NR por
bóvidos o cerdos.
b) Del estudio del conjunto faunístico de Soto
de Medinilla se infiere que la cohorte de edad dominante varía a lo largo de la
evolución del yacimiento, pasando de un sacrificio preferente de animales
infantiles/subadultos en las etapas mas antiguas (Morales y Liesau 1995: 485) al sacrificio de ejemplares adultos e incluso seniles en época
celtibérica. Curiosamente, durante las fases más antiguas, el porcentaje de
cabra/oveja parece equilibrado para pasar en época celtibérica a una proporción
de 3:1. En el yacimiento de la Mota (Medina del Campo) la tónica parece similar
con una ligera ventaja de los individuos adultos/seniles. Aquí destaca la
proporción de oveja/cabra siendo aproximadamente de 10:1. Un caso anómalo
parece ser el de la fauna del Cerro del Castillo (Montealegre de Campos): los
ovicaprinos están muy representados en NR, siendo el predominio de los ejemplares
adultos patente en las fases mas antiguas donde aparecen los restos de perro
macromonfo (coprolitos pasando durante la fase celtibérica a un equilibrio de
cohortes. En el yacimiento de La Coronilla (Guadalajara) el predominio de los
ovicaprinos sobre el resto de especies domésticas es absoluto, dominando
también los ejemplares adultos frente a los infantiles (Molero et alii 1992; Sánchez y Cerdeño 1992). Para el yacimiento de Castilmontán
encontramos un predominio de las ovejas sobre las cabras de 3:1. lo que nos
acerca a la tipología de los rebaños actuales (Arlegui 1990), aunque estas
cifras siempre deben verse con precaución dada la tendencia de las cabras a
estar sobredimensionadas en las muestras a causa de su mejor conservación
diferencial de elementos diagnósticos.
De estas evidencias, que no son todavía muy
numerosas y presentan los problemas antes enunciados. se desprenden algunos
datos especialmente reveladores:
(1) La aparición de los perros macromorfos
parece coincidir, hasta ahora, con la transición Hierro I-II en el ámbito
celtibérico o en yacimientos con influencia celtibérica.
(2) Dicha aparición coincide con un cambio en la
estrategia ganadera de los ovicaprinos, que de ser explotados como productores
de carne. pasan a ser utilizados por sus productos denrivados (lana y, tal vez,
leche).
(3) Dichos cambios coinciden con una
especialización en dicho tipo de ganado.
4. LAS EVIDENCIAS HISTÓRICAS Y ARQUEOLÓGICAS
Como ya se ha comentado, es un lugar común
aceptar la existencia de formas económicas basadas en la trashumancia entre los
pueblos meseteños, aunque no siempre se han argumentado con solidez. A
continuación vamos a examinar aquellas evidencias, directas y sobre todo
indirectas, de tipo cultural que permiten corroborar dicha afirmación.
Sin caer en una concepción excesivamente
determinista de la cultura, es preciso reconocer que el medio condiciona
sobremanera las actividades de un grupo humano. Por ello es imprescindible
partir de la observación de que las condiciones naturales de casi todas las
regiones orientales de la Meseta norte, aunque indudablemente existen
diferencias locales, avalan su condición de tierras poco aptas para el
desarrollo de una agricultura de alta rentabilidad puesto que la presencia de
abundantes calizas secundarias produce suelos de escasa fertilidad,
perfilándose como más propicias para zonas de pastos. Además, la Meseta norte
en su conjunto es un territorio que discurre entre los montes leoneses y el
Sistema Ibérico y puede ser considerado una zona deprimida entre montañas donde
la erosión ha dado lugar a un paisaje de llanuras escalonadas de gran altitud
media que implica una gran duración y crudeza en sus inviernos (Terán y Solé
1968) y aunque su clima puede definirse como mediterráneo, entra dentro de la
variedad denominada 'continental extremado' (Font 1983: 164), con temperaturas
medias mínimas especialmente duras que en algunas zonas del reborde oriental
alcanzan cifras maximas de – 20º (Alonso 1978).
Estas características de clima y suelos han
propiciado históricamente el desarrollo de una economía pastoril y móvil por la
necesidad de buscar pastos más meridionales durante los largos meses de
invierno. Ello no excluye la explotación agrícola de las vegas fértiles de los
ríos, casi los únicos lugares donde se obtiene un buen rendimiento. siendo éste
un modelo habitual constatado en sociedades rurales donde con unas tierras
difíciles para el cultivo, se practica la agricultura en las márgenes de los
ríos y el pastoreo en los terrenos circundantes (Forde 1966: 418). En el caso
de la Celtiberia, a este condicionante climático debe añadirse el interés que
presentan sus numerosas salinas como proveedoras de un recurso imprescindible a
la hora de mantener grandes rebaños.
Noticias directas sobre las mencionadas
actividades económicas son las proporcionadas por las fuentes escritas,
especialmente los textos latinos y griegos sobre poblaciones indígenas
peninsulares que han sido durante mucho tiempo la fuente de información más
atendida a la hora de aproximarse a su estudio. Aunque ya se ha visto que estos
documentos tardíos ofrecen en ocasiones una información sesgada que debería ser
contrastada empíricamente con evidencias arqueológicas, no cabe duda que
suponen testimonios valiosos para conocer determinados detalles de la vida de
aquellas sociedades. Precisamente la afirmación de considerar la ganadería como
la principal fuente de riqueza y base de la economía de las gentes meseteñas
está fundamentada en gran medida sobre los escritos de los autores clásicos que
aluden repetidamente a ello (Blázquez 1978: 88).
Polibio constataba que la riqueza de la Meseta
en ganado ovino y bovino era enorme y reseñaba su gran valor al declarar que un
ternero podía costar cinco dracmas y un cordero tres o cuatro óbolos (XXXIV, 8,
9). Aparte del consumo de carne, parece claro que en la explotación de estas
especies los productos subsidiarios tenían gran valor, sobre todo la lana,
utilizada como producto de intercambio en sus relaciones comerciales, aparte de
destinarla también a fabricar los típicos mantos largos que llamaron la
atención de los extranjeros (Diodoro, V.~33, 2). Se ha pensado que el régimen
de propiedad del ganado no sería comunal sino individual y que el cuidado de
los rebaños estaría a cargo de siervos de cuyas filas saldrían los grupos de
gentes desheredadas que luego se alistarían como mercenarios en los ejércitos
de la época (Blázquez 1978: 99).
En la línea de identificar una economía
pastoril, necesariamente trashumante o transterminante, como recurso importante
de los pueblos de la Meseta, se debe recordar una vez más los trabajos de J.
Gómez Pantoja (1995: 503-504) quien sugiere la práctica de esta
actividad a partir del estudio de determinados documentos epigráficos.
Considera el autor que estos documentos muestran la presencia de gentes
procedentes de Clunia y Uxama en Lusitania y en otros lugares occidentales del Conventus Carthagínensis, presencia que. aún no descartando otras
posibilidades, podría deberse a la práctica de un pastoreo móvil.
Siguiendo con el análisis de otros documentos
tardíos, también de época romana, parece interesante recordar las téseras de
hospitalidad a las que siempre se ha considerado prueba fehaciente de la
existencia de la institución del hospiuurn en el seno de las
sociedades hispanoceltas. No ofrece duda su procedencia. en su mayoría
meseteña, ni la lengua empleada. el celtibero, escrito en alfabeto ibérico o en
ocasiones ya en latín, nada extraño si se considera que casi todas pueden
fecharse entre el segundo y el último siglo antes de la era. Estos objetos,
bien conocidos en el registro arqueológico, están fabricados en metal, con
diferentes formas a menudo animalísticas, e inscripciones sobre su superficie
que implican la trascripción al plano legal de una costumbre seguramente consuetudinaria.
Dicha institución social garantizaba la hospitalidad y acogida al extranjero o
persona ajena al grupo en cuestión, actitud necesaria en un tipo de comunidades
probablemente reducidas y por ello vulnerables desde el punto de vista social y
económico, ya que les aseguraría una cierta libertad para traspasar sus propios
límites territoriales (Lomas 1983:111). Siempre se ha aceptado que estos grupos
prerromanos tendrían una gran movilidad espacial, unida sin duda a cierta
inseguridad cuyos riesgos habría que paliar en la medida de lo posible (Marco
1989: 112). Esta inseguridad existente en el seno de las sociedades indígenas
siempre se ha atribuido a su carácter guerrero y a la necesidad de realizar
rapiñas fuera de los propios territorios dada la pobreza de sus recursos. Pero
puede pensarse que esta imagen, proporcionada por los autores clásicos, habría
que matizaría y parece plausible la idea de que la mencionada movilidad de los
pueblos célticos se debiera a la práctica de un pastoreo trashumante que
periódicamente obligaba a largos desplazamientos, atravesando diversos
territorios, y a la necesidad de compartir determinados bienes, como por
ejemplo los pastos, entre individuos de distinta procedencia. Recordemos que
entre algunos de los perfiles zoomorfos de las téseras podrían identificarse
figuras de bóvidos, o incluso de ovinos, como en los casos de Sasamón o de
Monreal de Ariza.
Atendiendo a otro tipo de testimonios, la
observación del mapa de distribución de las etnias prerromanas peninsulares
resulta imprescindible en la argumentación que venimos manteniendo, pues
siempre ha sido y sigue siendo motivo de interés la interpretación del lugar
que ocuparon celtíberos y célticos, nombres dados por los
autores clásicos a dos grupos bien distanciados geográficamente entre sí, ya
que los primeros vivieron en el reborde oriental de la Meseta y los segundos en
el suroeste de la Península, concretamente en la denominada Beturia Céltica que
se extendía por el tramo inferior del Guadiana y el Sado, abarcando las
actuales provincias de Alemtejo, Badajoz y algo del norte de Huelva (Berrocal
1992). Ambas etnias fueron siempre consideradas de estirpe celta aunque con
algunos matices, no solo geográficos. que los diferenciaba a los ojos de sus
contemporáneos, muchos de los cuales reconocían su origen celtibérico y su
llegada aquí a través de las tierras del norte ocupadas por los lusitanos
(Plinio, 111,13.14).
Las hipótesis planteadas en torno a la presencia
de estos célticos del sur han sido diferentes, pero siempre en la línea de
hacerla encajar con la llegada, por vía atlántica, de elementos centroeuropeos,
influencias bien documentadas arqueológicamente en el Noreste peninsular
durante el Bronce Final. En cualquier caso, parece importante atender a la cronología
de los acontecimientos y recordar que la buena definición de estas etnias
prerromanas no puede retrotraerse con absolutas garantías mucho más atrás de
cinco siglos antes de la era. Nuevamente parece posible pensar que fueran los
movimientos trashumantes de los pastores celtibéricos hacia el sur y suroeste
los causantes de una serie de préstamos culturales o incluso del asentamiento
de grupos humanos estables en territorios tan lejanos pero útiles desde el
punto de vista económico, ya que sería el mejor modo de controlar un recurso
crítico: los pastos de invierno. Debe tenerse en cuenta, además, que en las
regiones ocupadas por la antigua Beturia los suelos no son demasiado ricos en
materia orgánica y a pesar de que se practican algunas formas de agricultura,
son tierras más propicias para dedicarías a pastos y a la práctica de una
ganadería extensiva.
Íntimamente unido a las anteriores observaciones
sobre la distribución de las etnias, hay que resaltar su parentesco lingüístico
pues quizás sea la lengua el elemento cultural que mejor define a un pueblo y
en el caso de las gentes celtas que analizamos, se puede parafrasear a Pauli (1985: 26) cuando afirmaba que un celta era alguien que hablaba celta,
dando un valor determinante a este aspecto, idea mantenida por otros muchos
autores que igualmente opinan que el problema del origen de los celtas va
íntimamente unido al problema de las lenguas celtas (Renfrew 1987). Es
obligado, pues, referirse al parentesco lingüístico entre la lengua celtibérica
utilizada prioritariamente en la Celtiberia nuclear y la lengua lusitana propia
del occidente peninsular. Ambas son lenguas indoeuropeas, pero mientras la
primera es inequívocamente celta, la segunda es considerada por diversos
autores como una rama del indoeuropeo más arcaico que ha recibido numerosos
préstamos del céltico peninsular, como el típico sufijo en -briga, (Villar 1991: 458), probablemente desde la Meseta oriental donde
vivían los celtíberos que eran los únicos pueblos que poseían una lengua
genuinamente celta Por su parte, las fuentes hablan en distintas ocasiones de
celtíberos emigrados al Sur (Plinio, III, 13). Interesante resulta, pues, el
grupo de los mencionados celtici del Suroeste, sin duda emparentados con los
celtíberos pero lejos de ellos y sobre los que se conservan numerosos datos
textuales. J. de Hoz (1993: 359) al tratar estos problemas lingüísticos señala
la diferencia entre lo celtíbero del norte y lo céltico del sur considerando
que este último término designaba a gentes "de la nación celta que no eran
celtíberos", es decir a grupos que habían ido adoptando rasgos de esta
raigambre, tanto lingüísticos como culturales y finalmente habían sido
"celtizados". El mismo autor afirma (de Hoz 1991: 40) que está
comprobado que hubo celtiberos que se asentaron lejos de su territorio
originario llevando no solo la lengua sino también su escritura, tras el
hallazgo de varias monedas de la ceca de Tamusia, de carácter claramente
celtibérico, en la necrópolis correspondiente y en los alrededores del castro
cacereño de Villasviejas de Tamuja, Botija (Hernández y Galán 1996: 126).
Tampoco debemos olvidar las denominadas inscripciones tartéssicas, sobre las
que se ha discutido mucho a nivel lingüístico, aceptándose hoy que están
escritas en lengua no indoeuropea, pero con numerosos préstamos indoeuropeos
procedentes de la Meseta (Correa 1995). Estos préstamos lingúísticos, cuyo
resultado es una mezcla de lenguas y pueblos, pudieron estar motivados por los
movimientos de indígenas, luego reavivados por la presencia romana.
La lengua es un elemento más que vemos incluido
en este flujo de elementos culturales en dirección este-oeste, observado como
una constante durante la Edad del Hierro, especialmente en la segunda mitad en
la que está aceptado un proceso claro de celtiberización de todos los
territorios occidentales, proceso que resulta difícil de explicar si no se
recurre al movimiento periódico de gentes que transportaban sus ganados de un
lado a otro de la Meseta y hasta Extremadura y el reborde norte de la Bética,
donde se encontraban sus pastos de invernada. También es innecesario señalar
que la presencia de elementos de estime céltica en el sur puede remontarse en
el tiempo hasta mucho más atrás, hecho bien señalado por diversos autores que
hablaban de la dominación de la región bética por parte de "los
indoeuropeos de los retardados campos de urnas" o veían el parentesco
tipológico "hallstáttico" en algunas elementos arqueológicos,
pensando que estos paralelismos se mantuvieron hasta muy tarde, según demostrarían
los topónimos celtas conservados en el sur, tipo Acinipo (Almagro Basch 1970:
830 y ss).
Tras, la mención de estos datos textuales y
lingüísticos, habría que analizar también la documentación arqueológica
disponible y que desgraciadamente nunca es lo suficientemente elocuente a la
hora de manejar un tema como el de la trashumancia (Orme 1981: Chang y Koster
1986). Aparte de los restos faunísticos procedentes de algunas excavaciones y
evaluados en líneas anteriores, casi no existen piezas en el registro
arqueológico para documentar la actividad pastoril. Quizás los únicos elementos
que pueden relacionarse de manera fehaciente con ella son las tijeras de hierro
encontradas en los ajuares de algunas sepulturas celtibéricas y a las que ya
Taracena (1932: 8) definió como destinadas al esquileo. El estudio detallado
que sobre ellas hizo C. Alfaro (1978) recoge la mayoría de los ejemplares
conocidos, mencionando ocho piezas procedentes del ámbito de la Meseta: 2 de
Osma (Soria). 1 de Quintanas de Gormáz (Soria). 3 de La Mercadera (Soria), 1 de
Arcóbriga (Zaragoza) y 1 de El Altillo del Cerropozo (Guadalajara), aunque dado
el pequeño tamaño de algunas de ellas no asegura que la funcionalidad de todas
fuera la misma. Las destinadas a cortar lana deberían tener entre 20 y 30 cms.
de longitud, que parece el tamaño más adecuado para ser utilizadas con una sola
mano y ser efectivas eh su cometido, según se ha podido confirmar directamente
en algunas regiones ganaderas que hasta hace dos o tres décadas usaban instrumentos
similares (Al-faro 1978: 305). Una rápida revisión de los ajuares meseteños ha
confirmado la escasez de estas tijeras, hasta ahora ninguna encontrada en
poblados, aunque debemos corregir el cómputo citado puesto que procedentes de
la necrópolis de La Mercadera hemos podido identificar 5 sepulturas descritas
con tijeras y algunos fragmentos más dispersos. Aunque siempre se ha supuesto
que eran piezas utilitarias empleadas en la realización de un oficio, el hecho
de que aparezcan en compañía de otros objetos siempre considerados de alto
prestigio social lleva a considerar que esta actividad debió tener gran
importancia entre ciertas élites, como lo demuestra la riqueza de los restantes
objetos metálicos que incluían estas tumbas. Si se observan algunos de los
numerosos ejemplos citados más arriba -p. ej. La Mercadera, cuyo período de
máximo uso se sitúa en el Celtibérico Pleno, hacia el s.IV a. se constata de
inmediato que, según los parámetros que venimos aplicando al mundo celtibérico,
se trata de sepulturas con armas consideradas "ricas" y dado que este
tipo de ajuares se están interpretando como pertenecientes a una élite de
carácter guerrero que se enterraba con sus pertenencias más valiosas, tanto
desde el punto de vista social como económico, habrá que pensar que todos los
objetos de la tumba debían ser representativos de alguna actividad que suponía
gran rentabilidad económica y seguramente aparejado a ello, poder social. Es
decir, que la riqueza de estos personajes enterrados descansaría en el control
de abundantes reses de ganado y no solo en la propiedad de las tierras
fértiles. La posesión de ganado como base de riqueza y la existencia de estas
tijeras de esquileo hace volver los ojos, como ya vimos en los análisis
arqueofaunísticos, hacia el producto secundario de mayor rentabilidad, la lana,
una de las pocas materias primas interesantes que podrían ofertar los
celtíberos en las relaciones de intercambio con sus vecinos. La calidad de la
lana ibérica, tanto las béticas como también las del interior, y así mismo las
prendas tejidas con ella, fueron elogiadas numerosas veces en los textos
clásicos (Estrabón. 111.2,6; Plinio, VIII 191) e incluso Marcial dedicó a ellas
uno de sus famosos epigramas. Sus manufacturas debieron ser importantes pues
muchas veces se les reclamaron mantos como pagos en especie: "Numancia
debía enviar entre otros tributos a Roma 9000 mantos' (Diodoro, XXXIII).
Otras pruebas arqueológicas que documentan la
actividad textil son las fusayolas y las pesas de telar, abundantes en un gran
número de yacimientos prerromanos. Las pequeñas fusayolas son de cerámica,
aparecen a veces decoradas y han sido interpretadas como pesos para el huso,
sobre todo cuando aparecen en lugares de habitación. Más ambigua resulta su
adscripción al mundo simbólico o religioso en los casos de hallazgo en las
necrópolis, donde ciertamente es frecuente que en muchas tumbas aparezcan una o
más en compañía o no de otras piezas de ajuar, incluidas las armas. Siguiendo
la hipótesis propuesta para valorar la presencia de tijeras de esquilar en los
recintos funerarios, debemos pensar que estas fusayolas procedentes del mundo
funerario tienen también un valor simbólico y son el exponente de la actividad
artesanal más importante de una parte de aquellas gentes: la manufactura de la
lana, practicada o controlada por los personajes allí enterrados.
Avalan también esta práctica textil las llamadas
pesas de telar, normalmente de forma prismática, también de arcilla cocida pero
más grandes que las anteriores pues su peso puede oscilar entre los 300 y los
2000 gr. y cuya función sería la de tensar la urdimbre durante la fabricación
del tejido. Se han encontrado en los poblados, con frecuencia agrupadas varias
de ellas, según ejemplos de varios castros sorianos (Arlegui y Ballano 1995),
el castro de El Ceremeño (Cerdeño et alií 1993-95) o el caso especial de las 60 pesas encontradas en la habitación 2
de Herrera de los Navarros (Burillo y Sus 1986), pruebas inequívocas de la
presencia habitual de telares en el ámbito doméstico e incluso tal vez, en
verdaderos recintos fabriles, como los que se documentan en las villas romanas
dedicadas a esta actividad (Morére 1996).
Entre las poblaciones eminentemente ganaderas,
aparte de la explotación de la lana también suele tener importancia el
tratamiento y manufactura del cuero y de las pieles, aspecto menos investigado
pues son pocos los útiles que pueden asociarse exclusivamente con esta
actividad (tal vez algunos punzones, cuchillos o leznas).
Además de estos documentos arqueológicos. y sin
querer abusar de las transposiciones históricas, hay que recordar que son
abundantísimos las noticias que desde época medieval confirman que tanto las
tierras sorianas como las de Molina de Aragón, ambas territorios nucleares de
la Celtiberia, se dedicaban de manera prioritaria a la ganadería lanar y a la
producción textil, siendo las bases económicas de la oligarquía dominante
(Diago 1989.1992). También la etnografía abunda en este sentido al comprobar
que, sobre todo en Guadalajara, los oficios tradicionales relacionados con el
trabajo de las pieles y del cuero se han conservado prácticamente hasta
nuestros días (Castellore 1979:181).
Aparte de todos los objetos antes mencionados,
es interesante señalar una serie de elementos arqueológicos meseteños encontrados
fuera de las comarcas de las que eran originarios. Aunque fueron muchas las
similitudes entre los pueblos prerromanos de la Meseta, tanto en las lenguas
que hablaron como en la forma del hábitat o en determinados objetos materiales,
también debieron existir algunas diferencias, empezando por las territoriales,
que les individualizaban perfectamente e hicieron que los autores clásicos,
cuando se encontraron con ellos, les otorgaran nombres distintos. Considerando
que la mayoría de los materiales cerámicos o metálicos tenían un carácter
artesanal, es relativamente fácil encontrar diferentes aspectos tipológicos
propios de la producción de cada comarca meseteña. En este sentido, la
aparición de determinados elementos típicos de una zona en lugares alejados a
su lugar de origen, se puede interpretar, al menos, como prueba de relaciones
entre ambas.
Un ejemplo de esta movilidad podrían ser los
fragmentos de cerámica con decoración a peine. tipo considerado originario de
la Meseta occidental en el tránsito de la I a la II Edad del Hierro,
encontrados en yacimientos típicamente celtibéricos como las encrópolis de
incineración de Osma, Carratiermes y La Mercadera, en la provincia de Soria, y
Sigúenza, Carabias, El Atance y Luzaga en Guadalajara. En dirección contraria,
de oriente hacia occidente, otro ejemplo sería la difusión de la metalurgia del
hierro y la tipología de algunas piezas, como los numerosos ejemplares de
espadas de antenas del tipo Aguilar de Anguita y Arcóbriga encontrados en las
necrópolis occidentales de La Osera o Las Cogotas durante su momento de apogeo
en torno al siglo IV a.C. Por otra parte, recordamos que el uso del torno del
alfarero y las propias cerámicas celtibéricas, de pastas naranjas y decoración
pintada, se fueron extendiendo a lo largo del valle del Duero y hacia el Tajo,
convirtiéndose a los ojos de la investigación en los mejores exponentes de la
progresiva celtiberización de la Meseta.
Continuando con el análisis tipológico de
algunas piezas, es imprescindible referirse a las fíbulas porque fueron un tipo
de objetos de uso personal, muy generalizadas durante la Edad del Hierro y por
ello sometidas a rápidos cambios de estilo que ha supuesto una ventaja para los
arqueólogos al convertirse en buenos índices tipológicos, culturales y
cronológicos. A causa de esto resultan especialmente interesantes dos modelos
de raigambre mediterránea cuya presencia en yacimientos del interior resulta
altamente significativa:
(1) La fíbula de codo con pivote: es uno de los
modelos tardíos de la fíbula de codo, documentada en la Península desde el
siglo IX a.C. a partir de los famosos ejemplares de la ría de Huelva. siendo
escasos los hallazgos fuera de las comarcas meridionales, entre los que podemos
citar Agullana, Sanchorreja o el castro celtibérico de El Ceremeño I, donde ya
se podrían fechar a finales de la I Edad del Hierro.
(2) La fíbula de tipo El Acebuchal: modelo así
denominado por los primeros hallazgos en el epónimo yacimiento sevillano y bien
conocido en el ámbito andaluz, fuera del cual su presencia está atestiguada en
seis necrópolis de incineración celtibéricas y últimamente también en el castro
de El Ceremeño I. La cronología de estas piezas puede situarse a finales de la
I Edad del Hierro e incluso principios de la II (Argente 1994).
Su presencia en contextos celtibéricos parece de
gran interés pues claramente se trata de piezas alóctonas llegadas hasta allí
por relaciones de intercambio sur-norte. En algunos de los yacimientos han
aparecido acompañadas de numerosas cerámicas ibéricas, interpretadas como
producto de las relaciones comerciales mantenidas entre ambos círculos
culturales (Cerdeño er alii 1995, 1996). Sin embargo, quizás debería replantearse
la viabilidad y uso de las rutas de contacto con el sur y suroeste, aceptando que
estos préstamos o adopciones fueran el resultado de los desplazamientos
periódicos, de ida y vuelta, de gentes meseteñas hacia estas zonas
meridionales.
En el mismo sentido puede interpretarse la
presencia de piezas típicamente meseteñas en el sur, como los broches de
cinturón del llamado "tipo céltico pero con decoración orientalizante en
necrópolis tartéssicas (tumba 10 de La Joya o túmulo G de El Acebuchal,
fechadas a fines del siglo VII a.C.), símbolo de la simbiosis o cruce de
influencias de las diferentes corrientes culturales procedentes del
Mediterráneo y del ámbito interior peninsular. Y no solo la presencia de piezas
aisladas en contextos alóctonos, sino el asentamiento de auténticos castros
celtibéricos como El Castañuelo, enclavado en la onubense Sierra de Aracena y
al que su excavador interpretó como la fundación céltica de unos pobladores en
proceso de migración interna (Amo 1978: 322). El paralelismo de sus materiales
arqueológicos (cerámica a mano, morillo...) con los de algunos castros meseteños
como El Ceremeño, excavado por Lino de nosotros (M.L.C. 5.). es evidente.
Revisando los elementos materiales
paralelizables entre las dos Mesetas y Extremadura, no podemos dejar de aludir
por lo tanto a la propia estructura interna y a la distribución del
poblamiento. Es bien sabido que el tipo de poblado más característico de la
Edad del Hierro es el denominado Castro, entendiendo por tal el pequeño
asentamiento sobre cerros u Otros lugares de difícil acceso al que se han
añadido sistemas de defensa artificiales. Son las formas de hábitat típico del
ámbito celta. o quizás más ampliamente indoeuropeo, que abarca todo el Centro y
el occidente peninsular. En la cultura celtibérica este fue el rasgo distintivo
de su poblamiento: pequeños enclaves rodeados de una muralla en cuyo interior
se disponían adosadas las viviendas domésticas de planta rectangular, prueba de
un hábitat estable que sin duda explotaba los recursos agrícolas de las
pequeñas vegas circundantes, necesarios para sostener una ganadería móvil que
tenía sus centros permanentes en estos enclaves cuyas desproporcionadas
defensas eran más bien disuasorias durante la ausencia periódica de una parte
de sus habitantes. Un modelo poblacional muy semejante se documenta en la
Meseta occidental y en Galicia, aunque con la diferencia de la forma de las
viviendas, que aquí suelen ser circulares, mientras que formas casi idénticas
son las representadas en Extremadura (Martín 1994). Resaltamos, por tanto, otro
distintivo tipológico más que creemos aproximó a las poblaciones que habitaron
las tierras altas meseteñas con las tierras occidentales y suroccidentales,
posiblemente por las relaciones directas que mantuvieron a lo largo de toda la
Edad del Hierro.
Aparte de la similitud en la estructura y formas
de construcción de las viviendas domésticas, también resulta significativo un
tipo de sistema defensivo muy característico: las llamadas "piedras
hincadas" (chevaux de frise) cuya funcionalidad no podría ser la de
entorpecer las cargas de caballería, como alguna vez se ha apuntado, dado que
su utilización es inútil para expugnar muros, sino la de ralentizar el
acercamiento de la infantería asaltante, cargada con escalas o arietes, lo
suficiente como para causarle numerosas bajas en la distancia crítica en la que
es blanco seguro para los proyectiles de los defensores. Estas defensas están
documentadas en varias regiones peninsulares, aunque son más numerosas en los
castros sorianos, en castros de la Meseta occidental, en los del interior de
Galicia y en Tras Os Montes, conociéndose solo un ejemplo en la Celtibéria
nuclear (Guijosa, Guadalajara), otro en la provincia de Lérida (Els Vilars,
Arbeca) y, lo que resulta nuevamente de un especial significado para nuestra
discusión, tres en la Beturia céltica: Capote en Higuera la Real, Passo Alto en
Beja y Pico del Castillo en Huelva (Berrocal 1993:191).
Dejando ahora a un lado la ya antigua discusión
del origen último de este Concepto defensivo (Harbison 1971; Esparza 1987:
Garcés et alii 1991) que siempre apunta hacia Europa, es
evidente su adsc;ripción mayoritaria al ámbito céltico de las regiones
septentrionales, por lo que su escasa presencia en las tierras del sur podría
nuevamente ser interpretada como 'préstamo' de las poblaciones que
frecuentemente visitaban dichos lugares. Recordemos que algunos autores
hablaban de la existencia de un "corredor longitudinal", valle del
Ebro-Extrernadura/Alemtejo, para explicar la presencia en el suroeste de tipos
cerámicos en principio originarios de círculos del Noreste (Berrocal 1994:
258).
En cuanto a la preferencia mostrada a la hora de
elegir la ubicación de los asentamientos, un análisis detallado de las comarcas
occidentales y suroccidentales demuestra que en el norte de Extremadura los
castros no ocuparon los terrenos potencialmente más ricos, sino las áreas de
suelos más degradados y menos productivos, tal vez buscando lugares de mejores
defensas naturales pero que en cualquier caso, obligaban a que el
aprovechamiento óptimo fuera la ganadería (Martín 1994: 282). Cabe preguntarse
si no se establecían en función del control de los pasos naturales y de los
vados de los ríos, por cuyos peajes obtendrían más beneficios que con
explotaciones agrícolas rudimentarias o en constante riesgo de invasión si
existiesen los importantes desplazamientos de ganado meseteño que intentamos
identificar en este trabajo. Parecidos planteamientos parecen observarse en las
comarcas más sureñas de la Beturia Céltica donde al estudiar los factores del
poblamiento se constata que los hábitats no buscaban las mejores tierras, sino
que se situaban en zonas de diferentes rendimientos, a veces de escaso interés
agrario, y limítrofes a otras aptas para la ganadería al tratarse de bosques y
pastizales (Berrocal 1994: 223).
Siguiendo con el análisis de los elementos
materiales relacionados con las actividades ganaderas, ocupan un especial lugar
los verracos, las esculturas de piedra zoomorfas con más tradición en nuestra
literatura, pues se encuentran referencias a ellos en el siglo XII, en el fuero
de Salamanca, o en obras tan conocidas como en El Lazarillo de Tormes o El
Quijote. Estas esculturas están realizadas mayoritariamente en granito y,
aunque consideradas de tosca factura, permiten reconocer que se trata de machos
de cerdos/jabalíes o toros, habiendo siendo interpretado alguno como cabra
(Hernández 1982: 220). Su dispersión se concentra en el occidente de la Meseta
y el norte de Extremadura, es decir entre el Duero y el Tajo, encontrándose
ejemplares en Portugal y el sur de Galicia, entre el Miño y el Duero, y se
pueden adscribir todos ellos a la II Edad del Hierro, en la fase cultural de
Cogotas II. Uno de los aspectos más debatidos en torno a estas esculturas es el
de su significado que, a pesar del paso de los años, no puede considerarse
totalmente resuelto pues se han propuesto numerosas interpretaciones, desde
monumentos conmemorativos, a otros de carácter fálico, zoolátrico,
apotropaico... En uno de los trabajos más completos de los últimos años (López
Monteagudo 1989) se insiste en su finalidad funeraria, dado que muchos de ellos
han sido hallados en 105 caminos hacia necrópolis, en la zona de piedras
hincadas o junto a las sepulturas. Posteriormente, sin embargo. se ha vuelto a
insistir en que estas esculturas eran exponentes de un bien económico tan
productivo como la ganadería y, tras un detallado análisis espacial de las
mismas (Álvarez Sanchís 1990), se ha pensado que se ubican en áreas poco
productivas, pastos o masas forestales, susceptibles solo de explotación
ganadera. Por otra parte, también ha observado el mencionado autor el cercano
emplazamiento de las esculturas a las cañadas por la que actualmente transita
el ganado, interpretándolo como un interés especial en controlar las vías de
paso del ganado trashumante, cuya posesión y control sería la fuente de riqueza
de las élites de aquellos grupos sociales. Esta idea de que los verracos eran
indicadores de los caminos que debían seguir los ganados trashumantes ya fue
expuesta a finales del siglo XIX (Paredes Guillén 1888), aunque luego quedó
postergada. Es de señalar, por último, que también se ha demostrado
recientemente (Sierra y San Miguel 1995) que la distribución de la mayor parte
de los asentamientos vacceos coincide con el trazado de las cañadas históricas
de tránsito del ganado trashumante en el Duero medio.
5. ELEMENTOS DE DISCUSION
La revisión de las principales evidencias que
permiten argumentar con cierta solidez que la ganadería móvil tuvo un peso
decisivo en la economía de los pueblos prerromanos del interior peninsular, al
menos desde el final de la I Edad del Hierro, parece apoyar un modelo
socioeconómico en el que la trashumancia resultaba esencial. Según estas
pautas, los celtíberos consiguieron establecer un sistema basado, bien en el
comercio de la lana, bien en el de las manufacturas textiles derivadas de la
misma o bien en una combinación de ambas, que acabó afectando de un modo
decisivo a toda la dinámica de los demás pueblos meseteños del valle del Duero,
del valle medio del Tajo y de ciertas zonas del Guadiana (la Beturia). El éxito
de dicho modelo, o su imposición por motivos puramente utilitarios, explicaría
la celtiberización de otros pueblos protohistóricos como los vacceos o los
vettones, que se acabarían beneficiando de su inclusión en dicho sistema de
alianzas y clientelas, necesarias para garantizar el paso de los ganados
trashumantes. Este modelo socioeconómico tiene la ventaja de solucionar
asimismo el enigma de la fuerte presencia céltica en un sector concreto del
suroeste peninsular, ya sea debido a su estancia sistemática en gran número
durante todo el invierno o a un intento de control permanente de un recurso tan
crítico para los pueblos meseteños como eran los pastos de dicha estación.
Una propuesta de la envergadura y el alcance de
la que aquí planteamos es. por definición, teóricamente arriesgada, al menos
desde un punto de vista estrictamente positivista -ya que una parte de la
argumentación puede considerarse más o menos frágil~, y susceptible de provocar
todo tipo de críticas, aunque tomada en la justa medida que aquí se defiende y
con la evidencia empírica disponible, su vulnerabilidad real es limitada. Somos
conscientes, por ejemplo, de que los argumentos anteriormente esgrimidos pueden
ser interpretados uno a uno por otras hipótesis ad hoc distintas de la
movilidad pastoril, pero, recurriendo al principio de parsimonia, debemos
reconocer que la trashumancia, con todo lo que implica a nivel socioeconómico,
es el único Ñctor que explica, juntos, todos los elementos que conocemos de
dichas sociedades, especialmente los celtíberos, de forma satisfactoria. Además
habría que enfatizar el gran poder heurístico del modelo ganadero trashumante
aquí defendido, puesto que incluso permite 'predecir' todas las guerras en las
que los celtiberos, solos o con otros pueblos meseteños, se vieron inmersos,
desde la extraña campaña de Aníbal previa a la II Guerra Púnica hasta las
guerras sertorianas (siglos III-I a.C.), no tanto a causa de sentimientos
nacionalistas o compromisos políticos, sino por motivos puramente económicos,
ya que dichos pueblos se vieron empujados a la lucha cada vez que se producía
una ruptura de su sistema de movilidad estacional del ganado lanar hacia los
pastos meridionales.
Lo importante, en cualquier caso, es que muchas
de las explicaciones alternativas que pueden ofrecerse ante el modelo que hemos
ofrecido deben tomarse más como elementos de discusión y guías para futuras
investigaciones que como verdaderas refutaciones de la tesis central aquí
propuesta, al menos hasta que no hayan sido investigadas en profundidad.
Sintéticamente, creemos que dicha discusión podría focalizarse en algunos
puntos básicos:
(1) La mayor debilidad que ofrece cualquier
intento de reconstruir sistemas económicos basados en la movilidad pastoril es,
como ya se ha dicho, la ausencia de pruebas empíricas directas e irrefutables.
Recientemente se ha intentado encontrar dicha prueba analizando el contenido de
mercurio de los huesos del ganado procedente de yacimientos prehistóricos de
diferentes cronologías y procedencias (Logemann et alií 1995), con la esperanza
de encontrar tasas elevadas de este metal en aquellos animales que hubieran
pastado en el valle de Alcudia, próximo a las minas de Almadén (Ciudad Real), y
punto de destino clásico de la trashumancia meseteña. Los resultados, sin
embargo, han sido decepcionantes, con la posible excepción de dos motillas de
la Edad del Bronce de Ciudad Real, cuyas tasas de mercurio, sin ser
excepcionales, pueden considerarse elevadas como media. El hecho de que los
huesos de animales actuales procedentes del mismo Almadén no hayan dado
concentraciones de mercurio significativas hace pensar que el método debe ser
todavía discutido antes de probar su eficacia. A priori, sin embargo, no debe
descartarse el potencial de dicho tipo de pruebas geoquimicas, ya que las
proporciones de minerales pesados (poco solubles y mal metabolizables por los
seres vivos), típicas de los diferentes suelos, pueden ser definidos como
patrones en la vegetación actual y, con las debidas correcciones, identificados
en los huesos de los animales que allí han pastado y en cuyo organismo se
acumulan.
(2) Para la construcción de un modelo, todos los
argumentos necesitan ser evaluados en su contexto. En nuestro caso, por
ejemplo, la aparición de perros macromorfos en la II Edad del Hierro de la
Meseta puede resultar un elemento de peso en la discusión propuesta, pero esto
solo es así porque resulta concordante con el cambio que se detecta en la
orientación de la explotación ganadera. Perros macromorfos se han citado
(Cereijo y Patón 1990), aunque sin detalles métricos, en el nivel II del
yacimiento de la calle del Puerto-29 (Huelva), considerado Tartéssico Medio
lllb (650-600 a.C.), en un contexto claramente urbano en el que normalmente
aparecen asociados animales mesomorfos indiferenciados (Cereijo y Parón 1989;
Cardoso y Comes 1997), consumidos o simplemente sacrificados. En este caso bien
podría tratarse de molosoides de agarre, variedad que hasta hace poco tiempo
presentaba numerosas mezclas orientadas tanto hacia cierto tipo de pastoreo
(perros boyeros), como a espectáculos (molosos de arena), caza mayor (los
desaparecidos alanos. los dogos) o a guarda y defensa y cuyo contexto social y
económico es bien distinto del de los molosos de montaña.
(3) Independientemente de las pruebas o
refutaciones que se ofrezcan para cada uno de los elementos que forman el
modelo propuesto, es evidente que, como se ha visto anteriormente, la mayor
objeción que puede enunciarse contra la trashumancia protohistórica es de tipo
conceptual: dado que el referente histórico de ]a Mesta es más bien la
excepción que la regla puesto que en él concurren la coyuntura mercantil. el
abandono de tierras y la actitud proteccionista de la Corona. parece impensable
que algo similar, aunque a menor escala, ocurriera entre pueblos que ni
siquiera tenían una estructura plenamente estatal. Por tanto, se acepte o no la
validez del modelo aquí defendido, el mayor núcleo problemático se localizaría
en el origen de la supuesta trashumancia, tanto sea para demostrar su
existencia como para refutarla.
Aunque no es el objetivo del presente trabajo,
es evidente que el tercer conjunto de problemas merece algunas reflexiones
adicionales, a pesar de que las evidencias arqueológicas y faunísticas no
superan cronológicamente la I Edad del Hierro. El amplio territorio interior, y
por tanto la Meseta, estaba incluida en la España indoeuropea y, dentro de
ella, todo el sector oriental fue el núcleo de la cultura y sobre todo la
lengua de estirpe genuinamente celta. Recordemos que los elementos indoeuropeos
llegaron a la Península a finales del II milenio a.C. con las gentes de los
Campos de Urnas, cuya presencia está bien documentada primero en Cataluña y
después en el valle del Ebro, sin que ello excluya la posibilidad de contactos
por vía atlántica todavía mas bien hipotéticos. Esto nos lleva a considerar de
gran interés la siguiente observación, recientemente expresada también por
otros autores (Benito y Malo 1992:102): el mapa de dispersión de las razas actuales
de molosos/ pastores de montaña coincide con mucha precisión con la
distribución primitiva de las lenguas indoeuropeas (Fig. 1). Esto hace factible
que el foco más antiguo donde presumiblemente surgieron estos canes y desde
donde luego se expandieron se situara en la región caucásica o anatólíca,
aunque todavía no conocemos evidencias arqueozoológicas concluyentes que avalen
dicha conjetura.
Sin entrar a discutir el complejo problema del
origen del indoeuropeo, bien denominado puzzle por Renfrew (1987),
solamente queremos incidir en que pese a que la teoría nuevamente considerada
hoy como la mejor fundada (Villar 1991: 38) es la de M. Gimbutas (1970), que
situó el origen o "patria" de los indoeuropeos precisamente en las
estepas del sur de Rusia, al norte del mar Caspio-mar Negro, donde se
desarrollaba la cultura de los kurganes, cuyos sucesivos movimientos
migratorios a lo largo de más de dos milenios debieron suponer la progresiva
indoeuropeización de amplios territorios asiáticos y europeos, no faltan argumentos
que sitúan el origen de sus "oleadas" migratorias al sur del Caúcaso,
con cronologías más antiguas (Renfrew 1989; Gamkrelidze y Ivanov 1990). Que
determinadas especies de perros acompañaran estos movimientos, al menos a
partir de cierto momento, parece plausible si atendemos a la consideración de
que los indoeuropeos fueron básicamente pueblos ganaderos según atestigua el
variado vocabulario referido a esta actividad, tanto a las mismas especies de
sus rebaños (oveja y cabra), como a sus productos derivados (Villar 1991:117),
llegándose incluso a mencionar a estas especies como "animales productores
de lana" (Mallory 19S9: 118). Por otra parte. nos parece muy significativo
que la palabra para designar perro este perfectamente documentada en el vocabulario
protoindoeuropeo con una estructura arcaica, de los primitivos niveles del
vocabulario y que algunos autores hayan sugerido que dicha palabra *pek~kuon signifique perro-pastor (Mallory 1989:119, 275). Como resulta raro
que dichos pueblos ganaderos poseyeran un único pool genético de perros
mesomorfos de los que luego derivarían todos los molosos de montaña, desde el
Tibet hasta Castilla, es preciso pensar que tal vez la dualidad perros de
pastor-perros de guarda existiera entre ellos. Atendiendo a estas sugerencias,
podría pensarse que la entrada en la Península de determinadas especies de
perros grandes se produjera entre el bagaje cultural de los Campos de Urnas a
los que, como hemos dicho más arriba, se considera responsables de la
filtración de elementos indoeuropeos en nuestro territorio durante el Bronce
Final, manejándose cronologías absolutas de 1100 a. C. para dicho evento,
aunque los estudios realizados hasta ahora (Maya 1992) no permiten argumentar
dicho extremo. En cualquier caso, estos problemas no eran el objetivo del
presente trabajo y su investigación exige el planteamiento de proyectos
específicos ajenos al nuestro.
AGRADECIMIENTOS
Este trabajo debe mucho al Dr. J. Gómez-Pantoja,
de la Universidad de Alcalá de Henares, quién al facilitarnos su trabajo,
todavía inédito, sobre la pastio agrestis en la Hispania romana nos permitió acercamos a
los problemas del pastoralismo en la Antigüedad desde una óptica realmente
fructífera. También estamos en deuda con nuestro amigo el Dr. A. Morales, de la
Universidad Autónoma de Madrid, quién nos permitió la consulta de sus muchos
informes inéditos sobre las faunas protohistóricas peninsulares, nos
proporcionó referencias bibliográficas recientes y accedió a mostramos los
especimenes depositados en su laboratorio.
Figura 1.- Distribución primitiva de los principales
grupos lingüísticos indoeuropeos y de las razas actuales de molosoides y
perros de pastor de montaña (tipo mastín): (1) Dogo del Tibet; (2) Kavkaskaïa
Ovtcharka; (3) Karabash; (4) Arkbash; (5) Kangal; (6) Loujnoroussaïa
Ovtcharka; (7) Pastor de los Cárpatos; (8) Sarplaninac; (9) Pastor del Karst;
(10) Komondor; (11) Kuvasz; (12) Slovensky' Cuvac; (13) Owczarek Podhalanskv;
(14) Bergamasco; (15) Maremmano-Abruzzese; (16) Mastiff; (17) San
Bernardo; (18) Boyero de Berna; (19) Hovawart; (20) Montaña del Pirineo; (21)
Mastín del Pirineo (22) Mastín español; (23) Cao da Serra da Estrela; (24)
Rafeiro do Alemtejo
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